REPRESENTANDO LA MENTE
La psicología cognitiva
ha sido uno de los mayores logros en la corta historia de la psicología, pese a
su largo pasado. El fracaso del conductismo (Yela, 1980), considerado por
algunos, de forma extrema, como una “anomalía histórica” (Rivière, 1991) o como
“el estadio precientífico de la psicología” (Bunge & Ardila, 2002), y la
baja carga científica de los demás paradigmas generaron un descontento que se
cristalizó en una necesidad. La psicología tuvo que dejar a un lado el
endemismo teórico que la caracterizaba para aceptar que la unidad de la ciencia
era una condición que no podía dar espera.
Atrás habían quedado las múltiples especulaciones de muchos psicólogos que no consentían el acceso al
conocimiento a través de una vía diferente a la mera intuición o la reflexión
pura, descontaminada de todo tipo de datos empíricos.
El desgajo epistemológico
de la psicología se produjo debido a que el peso de las observaciones y la
complejidad de los fenómenos apremiaban por una concepción más amplia y
sistemáticamente fundamentada.
El rápido y bien consolidado avance de las demás
ciencias corroía el juicio de los psicólogos quienes tenían que aceptar sin
reparo que su disciplina se encontraba anclada en un inhóspito lugar de la
historia de la ciencia. Particularmente, los estudios en neurofisiología
suponían un adelanto en la comprensión de los procesos bioquímicos que
fundamentaban la actividad nerviosa del cerebro. Aparentemente todas las demás
disciplinas científicas tenían algo que decir respecto al hombre y su lugar en
el mundo. Pero la psicología continuaba tratando de resolver los acertijos del
inconsciente o intentando operacionalizar la razón.
El reconocimiento de que
había una necesidad pertinente e inaplazable por reestructurar la caduca
epistemología de la psicología llevó a un grupo de brillantes norteamericanos a
generar una nueva propuesta. El trabajo fundacional que constituyó la
fulminante emergencia del nuevo paradigma en la psicología fue el desarrollado
por Miller, Galanter y Pribram en 1960. La implicación que tuvo la publicación
de Plans and the structure of behavior, título impuesto a este prístino impulso
intelectual, es equiparable con aquella que, otrora, tuvo el Behaviorism de
Watson (De Vega, 1994) o los Estudios sobre la histeria de Freud. En el trabajo
de Miller, Galante y Pribram se expone por primera vez la analogía entre la
mente y el ordenador. Tal insinuación no constituyó exclusivamente una mención
fortuita, casual. Muy por el contrario, la analogía correspondió a la médula
filosófica de su presentación. Como diría Bunge (Bunge & Ardila, 2002), la
analogía que los autores decidieron asumir fue una elección que les determinó
su filosofía de la mente. Una elección que determinó el rumbo de los
posteriores estudios en psicología cognitiva. Porque, infortunadamente, la
elección se escuchó, se acepto, se asumió y se desplazó hasta lo más profundo
de la estructura epistemológica de la teoría, allá donde los presupuestos son
asumidos sin reflexionarlos. Tiene razón Johnson-Laird (1990) al afirmar que
“el auténtico poder de la metáfora se le escapaba a la gente” (p.28). Porque,
argumenta seguidamente, “como ocurre a menudo en los periodos de rápido
desarrollo.
El lenguaje y los
presupuestos ontológicos de la psicología anterior a la segunda década del
siglo XX yacían viciados, ahogados en su mismo hedor. No había manera de
reelaborar un sistema teórico a partir de las migas conceptuales que podían
colectarse en el tablón de discusión que se había dispuesto para la contienda
epistemológica que sumió a la psicología durante mediados del mismo siglo.
El
lenguaje mentalista del psicoanálisis, la negación de los procesos mentales de
parte del conductismo, la imposibilidad de la introspección como método, la
asunción de una mente al margen de la conciencia, los remanentes dualistas de
Descartes, las limitaciones de las demás escuelas europeas1 y muchos otros
elementos obligaron a los psicólogos a orientar su mirada más allá de la misma
psicología. Había que contemplar otras opciones, ya era momento de abandonar
aquel estéril suelo.

Para comprender, entonces, de manera acertada y
práctica qué tipo de compromisos adquirió la psicología con cada una de
aquellas fuentes, hay que dar una ojeada al vocabulario propio de ellas, a sus
conceptos, a su origen y evolución.
LA MENTE QUE PROCESA, LA MENTE QUE COMPUTA
Desde la teoría del
ordenador, la cibernética, la psicología cognitiva modeló su concepción sobre
la relación mente/cerebro. Ya se había tenido que cargar, desde Descartes, con
la idea de un mundo compuesto por dos clases diferentes de sustancias: la
pensante y la extensa.
La historia posterior de la psicología había reducido un
poco el abismo que separaba ambas y se aceptaba que, de alguna manera, la mente
y el cerebro estaban relacionados. Se había negociado un cierto tipo de
epifenomenalismo, en algunos casos o un monismo extremo, en los otros. Pero la
disociación mente/cerebro ya no era tan radical como en el universo cartesiano.
No obstante, prevalecía un aire de diferencia entre la mente y el cerebro, y la
analogía con el ordenador resultó más que satisfactoria para zanjar tal escollo
histórico.
La cibernética se encargó de desarrollar sistemas informáticos
capaces de procesar grandes cantidades de datos en poco tiempo y con un má
ximo de eficiencia. Los primeros ordenadores, que datan de los años sesenta y
setenta del siglo pasado, fueron concebidos como Sistemas de Procesamiento de
Información.
La propuesta de la cibernética empujó unos metros más allá a la
psicología cognitiva en su prurito de llegar a ser una ciencia
epistemológicamente consolidada. Se superó la mera transmisión de datos de la
Teoría de la Comunicación de Shannon y se forjó un concepto más funcional sobre
la información. Además, la equiparación de la mente con el Software y del
cerebro con el Hardware pareció hacer justicia respecto a la naturaleza y el
tipo de interacciones entre uno y otro. Así, se asumió un dualismo de
sustancia3 tipo cartesiano pero desligado de cualquier clase de connotaciones
peyorativas espirituales. ¿Por qué? Porque la analogía era lo suficientemente
real, ¿natural?, como para aceptar contravenciones.
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